Recuerdo que una vez lo vi a Juan Manuel Fangio. Yo tenía dieciseis años y era viernes por la noche. Con un grupo de amigos, estábamos matando el tiempo en el centro de Rafaela, previo a alguna salida por ahí, cuando de repente vi venir caminando hacia donde estábamos nosotros a un grupo de personas mayores, llevando ritmo de paseo. Miré solo por curiosidad (en una ciudad chica hay que mirar porque puede pasar alguien conocido) y algo me llamó la atención. Uno de los hombres de ese grupo, se destacaba de los demás. Vestía un prolijo traje azul oscuro, camisa blanca y el clásico pañuelo al cuello que lleva la gente de campo acomodada; caminaba un poco separado del resto, como marcando el camino, tranquilo, sin mirar para atras pero seguro que los que venían con él seguirían sus pasos. Cuando pasó a mi lado, a no más de dos metros de distancia, lo reconocí. Era el mismísimo Fangio. Lo miré y él sin frenar su marcha, seguramente acostumbrado a las miradas curiosas, me miró fijo por un instante e hizo un movimiento corto y rápido con la cabeza como diciendo sí. Yo devolví el clásico saludo pueblerino y el viejo Fangio, quizás sorprendido por la extraña amabilidad de un adolescente desgarbado, sonrió de lado y, satisfecho, siguió caminando con su grupo de paseo.
Ese encuentro de miradas y saludos no duró más de dos segundos, pero yo me quedé petrificado. Frente a mi estaba pasando el Quíntuple Campeón de Fórmula Uno y yo no era capaz de decirle algo, o siquiera interponerme en su camino para darle un apretón de manos o un saludo un poco mas efusivo. Ninguno de mis amigos, que entablaban una conversación intrascendente, se percató de lo sucedido. Y yo permanecí ahí, plantado en la vereda céntrica, viendo como pasaba el mas grande automovilista de todos los tiempos caminando como un tipo común y corriente, con la humildad que solo tienen los grandes de verdad. Frente a mis narices pasaba el mítico corredor del cual yo había oído hablar tanto a mi papá.
Mi viejo, Carlos, nunca fue muy aficionado a los deportes aunque la actividad del automovilismo lo atraía y desde muy joven estuvo en contacto con los fierros y los fierreros. Convengamos que en su niñez / adolescencia, no había muchos deportistas argentinos para admirar, pero Fangio supo hacer los méritos suficientes para ganarse la fascinación de sus compatriotas. Y mi papá fue uno de los tantos que gozaron con sus triunfos y años después se dedicaron a recrear, contar y esparcir sus hazañas por todas partes y de esa forma elevar al Quíntuple al status de leyenda.
Lo que mi padre seguro no sabía, es que además de ser el trasmisor de historias, la vida le daría la oportunidad de emular a su ídolo. Empezando por detalles simples, como usar un pañuelo con traba al cuello como parte de su atuendo ó ser un experto del volante, pero también con la extraña coincidencia de que ambos se iban a ganar la vida manejando: Fangio autos de carrera y mi papá como vendedor viajante.
“El Quíntuple” acuñó una gran frase que decía: “Hay que ser el mejor, pero nunca creerse el mejor”, Carlitos (como todos llaman a mi papá) supo honrar ese mandamiento y día a día sale a la calle a ganarse el mango sabiéndose muy bueno en su oficio, aunque él visita a sus clientes con una humilde fanfarronería que cae muy bien y le permite lograr sus objetivos. Ambos tuvieron la inteligencia de saber rodearse, y la visión que solo los grandes de verdad tienen y que anticipan cosas que otros no ven venir, o como hacía “El Chueco de Balcarce”, aplicaba la viveza criolla y ante el desconocimiento, recorría los circuitos callejeros mientras otros dormían y a la hora de la verdad, daba la sensación de ser mas avezado que todos. Mi viejo, en la pista de la vida, al igual que el otro en las de carreras, en muchas ocasiones parecía que conocía el camino que otros no y siempre sabía cuando acelerar y cuando pisar el freno. Y aunque tuvo varios accidentes bravos, de esos que te hunden el cuerpo y el alma, supo reponerse, volver a la batalla y estar siempre bien ubicado.
Porque a Fangio le quedó el reconocimiento mundial como un gran deportista y persona que fue, pero a mi viejo se lo engalanará por siempre con el recuerdo de su paso por la vida como un gran amigo de sus amigos, solidario, un tipo que se mostró siempre jovial aun con los achaques de la tercera edad, que supo convivir con sus errores y enmendar sus metidas de pata; y a la vez ser un excelente padre de familia, un ejemplo a imitar en muchos órdenes y fundamentalmente, un hombre muy bien plantado, que supo hacer de su nombre casi una garantía y tener la seguridad que sus pasos iban a ser seguidos por los que venimos detrás, como su ídolo en aquella noche en que lo vi.
Hoy, al rememorar mi brevísimo encuentro con Juan Manuel Fangio, todavía me reprocho no haber tenido la labia de vendedor que tiene mi papá y haber podido prolongar aquel momento. Interponerme en su camino, frenar su tranquila marcha, llamarlo por su nombre, extenderle la diestra a la que estoy seguro que él hubiera respondido gustoso, aunque con un dejo de duda, creando un diálogo que imaginé miles de veces. Fangio, con su sencillez, me hubiera preguntado por que lo saludaba si yo nunca lo había visto correr. Y yo, mirándolo a los ojos profundamente como me enseño mi viejo, le contestaría: - Porque usted es el ídolo de mi papá.
Y eso hubiera sido suficiente.
DESDE EL TABLÓN LES DESEAMOS FELIZ DÍA DEL PADRE PARA TODOS.
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